top of page
  • Foto del escritorBusujima Jorge

Caída


Esa tarde había sido la peor de todas, llevaba varios días enfermo como de costumbre en él, de una gripe imposible de controlar; se había automedicado en casa, los pocos conocimientos que había recogido a sus veinte años le hacían creer que podía hacer las de médico, al menos en su cuerpo.


Mateo se había despertado con la nariz congestionada, podía, si es que a eso se le puede llamar poder, respirar por una de sus fosas nasales, la otra goteaba constantemente, como si la llave de la mucosidad estuviese siempre abierta en su cabeza; esa que sentía como la de un buzo antiguo dentro de una escafandra, era como si las palabras y los pensamientos retumbaran con eco en su mente y su alrededor, como la resonancia de una piedra que cae en el suelo de madera de una habitación amplia y vacía. Así solía pensar él de su mente, como una instancia amplia sin puertas, sin ventanas, sin el más mínimo objeto que ayudara a que el sonido rebotara con algo más que frías paredes. Esa era la escafandra en la que estaba atrapado en esos días de enfermedad.


Antes de salir de casa, tuvo el pequeño ápice de una idea banal, quizá ese día no debía salir, quizá debía seguir guardando reposo. Debió hacerle caso a ese pensamiento. Tal vez no hubiese sido el último día que se sintiera enfermo. Tal vez no hubiese sido ese el último día en el que sintiera algo. En la tarde, Mateo moriría.


*

En la calle, los sonidos y las personas parecían más que distantes, nunca había sido alguien muy cordial; lo habían tomado muchas veces como alguien antipático, no obstante al haberse criado por completo en la soledad, la simple idea de interactuar sin un fin mayor que el de perder el tiempo, le parecía una tarea fútil.


Esa mañana en particular, había dejado atrás la sensación de no querer salir; le habían dado una semana de incapacidad en su trabajo por la peste que lo perseguía, una plaga que lo atormentaba cada cierto tiempo como el intento de un dios pasajero en recordarle su humanidad, esa fragilidad que le había incomodado desde los diez años cuando se rompió por primera vez su brazo derecho al caerse de un árbol (no sería la última vez que pasaría).


Al llegar caminando a su trabajo, observó el cielo que estaba de un gris melancólico, iba a llover ese día, pero él no podría volver a ver esa lluvia que lo tranquilizaba en las noches más difíciles de su depresión. Cruzó por última vez, el umbral de la puerta de arcos circulares de esa antiguo y deteriorado lugar para nunca más salir.

**

Su nariz seguía dándole problemas, también su cabeza, la sensación de la escafandra que apretujaba sus pensamientos y los regresaba a su mente para atropellarlos con su aliento, le había causado la jaqueca común de esos días de enfermedad.


Su trabajo consistía en una rutina diaria de teclear unas pocas letras en su computadora para dar inicio a un programa que le daba el nombre de alguien, una persona desconocida en un trabajo desconocido, alguien que él debía despedir. Mateo despedía personas, ese era su trabajo, y se le había acumulado desde el momento en que la enfermedad le atacaba.

Era costumbre en él, en algún momento de sus delirios por la fiebre, por la influenza, por la colitis, por la migraña, por las punzadas en su pecho, por los vómitos, las arcadas, las pústulas, en medio de las mil y una de las enfermedades extrañas que había sufrido desde el día que había tomado ese trabajo; pensaba que esa era la suerte del karma involuntario, la persona que tenía su trabajo, enfermaba de manera irremediable, quizá esas semanas de descanso le daban aire a esas personas desconocidas que iban a perder su empleo con el teclear de una letra en la computadora de Mateo.


***

A la hora del almuerzo, como todos los días en su trabajo se sentó apartado de todos los demás. Él no sabía quién más trabaja allí, no le interesaba conocer a los desdichados que habían terminado como él en ese lugar. Al sentarse en unos de los sofás cómodos de una de las abandonadas instancias, miró a su alrededor, pensó que sin ese sofá en el que estaba sentado, esa habitación podría bien ser su mente: vacía y silenciosa.


Por un momento dilucidó la serie de eventos desafortunados que llevaron a ese edificio a convertirse en uno donde solo él creía trabajar. No había cuadros, no había pintura colorida, no había nada que les diera la sensación de calidez que otros espacios, otros trabajos podrían invertir en lograr. Para Mateo era perfecto así, de ese modo.


Antes de levantarse de ese sucio y abandonado sofá de un color azul terroso, el pensamiento que debería haberse quedado en casa regresó como flasfoward, un recuerdo distante que debía estar en el pasado, no obstante estaba en el futuro.


Cuando se puso en pie, creyó por un momento que los malestares de su gripe le habían dañado el equilibrio. Sintió que la tierra bajo sus zapatos se movía levemente, como arrullando en el mareo a esa instancia. Antes de poder visualizar lo que iba a pasar, la tierra se levantó sobre sí como gruñido del Cancerbero. El piso se abrió en dos partes iguales que se desplazaron a ambos lados de la instancia. Mateo quedó en medio, suspendido por una milésima de segundo –Quizá, no debía haber salido de casa- fueron sus últimas palabras antes de precipitarse al improvisado abismo que retumbaba por él; cuando su cuerpo tocó el nuevo suelo profundo que se había hecho en un segundo, notó que su brazo derecho estaba roto, no había dolido.


La luz por la que había sido escupido a ese agujero se cerró de golpe, fue como si toda la naturaleza se hubiese puesto de acuerdo para engullirlo y destrozarlo; a él, a Mateo, el hombre que nunca temió a nada, ni siquiera a la muerte que lo esperaba ese día al cruzar los arcos circulares de la entrada de su deprimente trabajo.


bottom of page